LEAMOS PARA IMAGINAR

 

LEAMOS EL CUENTO Y RESPONDAMOS EN EL CUADERNO DE CASTELLANO LAS SIGUIENTES RESPUESTAS:

1 TITULO

2. AUTOR

3. PERSONAJES CAPITULO 1

4. LISTA DE PALABRAS DESCONOCIDAS


EN LA DIESTRA DE DIOS PADRE

TOMAS CARRASQUILLA

CAPITULO 1

Este dizque era un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en una casa muy grande y muy vieja, en el propio camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el Rey. No era casado y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida. No había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él lavaba los pobres y medigos; él asistía a los enfermos; él enterraba a los muertos; se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por eso era que estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa. “¿Qué te ganás, hombre de Dios -le decía la hermana-, con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre; casáte pa que tengás hijos a quién mantener”. “Cálle la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no necesito de hijos, ni de mujer ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir. Mi familia son los prójimos”. “¡Tus prójimos! ¡Será por tanto que te lo agradecen; será por tanto que ti han dado! ¡Ahi te veo siempre más hilachento y más infeliz que los limosneros que socorrés! Bien podías comprarte una muda y comprármela a yo, que harto la necesitamos; o tan siquiera traer comida alguna vez pa que llenáramos, ya que pasamos tantos hambres. Pero vos no te afanás por lo tuyo: tenés sangre de gusano”.

Esta era siempre la cantaleta de la hermana; pero como si predicara en desierto frío. Peralta seguía más pior; siempre hilachento y zarrapastroso, y el bolsillo pelao pelao; con el fogoncito encendido de vez en cuando, la despensa en las puras tablas y una pobrecía, señor, regada por aquella casa desde el chiquero hasta el corredor de afuera. Figúrese que no eran tan solamente los  Peraltas, sino todos los lisiaos y leprosos, que se habían apoderao de los cuartos y de los corredores de la casa “convidaos por el sangre de gusano”, como decía la hermana.

Una tardecita estaba Peralta muy fatigao de las afugias del día, cuando, a tiempo de largarse un aguacero, arriman dos pelegrinos a los portales de la casa y piden posada: “Con todo corazón se las doy, buenos señores -les dijo Peralta muy atencioso-; pero lo van a pasar muy mal, porque en esta casa no hay ni un grano de sal ni cuadrito de cacao con qué hacerles una comidita. Pero prosigan pa’ dentro, que la buena voluntá es lo que vale”. Dentraron los peregrinos; trajo la hermana de Peralta el candil, y pudo desaminarlos a como quiso. Parecían mismamente el taita y el hijo. El uno era un viejito con los cachetes muy sumidos, ojitriste él, de barbitas rucias y cabecipelao. El otro era muchachón, muy buen mozo, medio mono, algo zarco y con una mata de pelo en cachumbos que le caían hasta media espalda. Le lucía mucho la saya y la capita de pelegrino. Todos dos tenían sombreritos de caña, y unos bordones muy gruesos, y albarcas. Se sentaron en una banca, muy cansaos, y se pusieron a hablar una jerigonza tan bonita, que los Peraltas, sin entender jota, no se cansaban di oirla. No sabían por qué sería, pero bien veían que el viejo respetaba más al muchacho que el muchacho al viejo; ni por qué sentían una alegría muy sabrosa por dentro; ni mucho menos de dónde salía un olor que invadía toda la casa: aquello parecía de flores de naranjo, de albahaca y de romero de Castilla; parecía de incienso y del sahumerio de alhucema que le echan a la ropita de los niños; era un olor que los Peraltas no habían sentido ni en el monte, ni en las jardineras, ni en el santo templo de Dios. Manque estaba muy embelesao, le dijo Peralta a la hermana: “Hija, date una asomaíta por la despensa; esculcá por la cocina, a ver si encontrás alguito que darles a estos señores. Mirálos qué cansaos están; se les ve la fatiga”. La hermana, sin saberse cómo, salió muy cambiada de genio y se fué derechito a la cocina. No halló más que media arepa tiesa y requemada, por allá en un asiento. Confundida con la necesidad, determinó que alguna gallina forastera tal vez si había colao por un hüeco del piso y había puesto en algún cajón viejo que había en la despensa; que lo que era corotos y porquerías viejas sí había en la dichosa despensa hasta pa’ tirar pa lo alto; pero de comida, ni pio.

Abrió la puerta, y se quedó jetiabierta y paralela: en aquella despensa, por los aparadores, por la escusa, por el granero, por los zurrones, por el suelo, había de cuanto Dios crió pa’ que coman sus criaturas. Del palo largo colgaban los tasajos de lomo y de falda, el tocino y la empella; de los garabatos colgaban las costillas de vaca y de cochino; las longanizas y los  chorizos se columpiaban y se enroscaban que ni culebras; en la escusa había por docenas los quesitos, y las bolas de mantequilla, y las totumadas de cacao molido con jamaica, y las hojaldras y las carisecas; los zurrones estaban rebosaos de frijol cargamanto, de papas, y de revuelto de una y otra clase; cocos de hüevos había por toítas partes; en un rincón había un cerro de capachos de sal de Guaca; y por allá, junto al granero, había sobre una horqueta un bongo di arepas di arroz, tan blancas, tan esponjadas, y tan bien asaítas, que no parecían hechas de mano de cocinera de este mundo; y muy sí señor un tercio de dulce que parecía la mismita azúcar. “Por fin le surtió a Peralta -pensó la hermana-. Esto es mi Dios pa’ premiale sus buenas obras. ¡Hasta ahí víve! Pues, aprovechémonos”. Y dicho y hecho: trajo el cuchillo cocinero y echó a cortar por lo redondo; trajo la batea grande y la colmó; y al momentico echó a chirriar la cazuela y a regarse por toda la casa aquella güelentina tan sabrosa. Como Dios le ayudó les puso el comistraje. Y nada desganado que era el viejito; el mozo sí no comió cosa. A Peralta ya no le quedó ni hebra de duda que aquello era un milagro patente; y con todito aquel contento que le bailaba en el cuerpo sacudió por todas partes, y con lo menos roto y menos sucio de la casa les arregló las camitas en las dos puntas de la tarima. Se dieron las buenas noches y cada cual si acostó.  Peralta se levantó, muy de madrugada  y no topó ni rastros de los huéspedes; pero sí topó una mochila muy grande requintada de monedas de oro, en la propia cabecera de la cama.

Corrió muy asustado a contarle a la hermana, que al momento se levantó de muy buen humor a hacer harto cacao; corrió a contarle a los llaguientos y a los tullidos, y los topó buenos y sanos y caminando y andando, como si en su vida no hubieran tenido achaque. Salió como loco en busca de los huéspedes pa’ entregarles la mochila con las monedas. Echó a andar y a andar, cuesta arriba, porque por allí dizque era que habían cogido los peregrinos. Con tamaña lengua a fuera se sentó un momentico a la sombra de un árbol, cuando los divisó por allá muy arriba, casi a punto de trastornar el alto. Casi no podía gañir el pobrecito de puro cansado que estaba, pero ahi como pudo les gritó: “¡Hola, señores; espéremen que les trae cuenta!”. Y alzaba la muchila pa’ que la vieran. Los peregrinos se contuvieron a las voces que les dió Peralta. Al ratico estuvo cerca de ellos, y desde abajo les decía: “Bueno, señores, aquí está su plata”. Bajaron ellos al tope y se sentaron en un plancito, y entonces Peralta les dijo: “¡Caramba que el pobre siempre jode! Miren que dejar este oral por el afán de venirse de mi casa. Cuenten y verán que no les falta ni un medio!”. 



El mocito lo voltió a ver con tan buen ojo, tan sumamente bueno, que Peralta, anque estaba muy cansado, volvió a sentir por dentro la cosa sabrosa que había sentido por la noche; y el mocito le dijo: “Sentáte, amigo Peralta, en esa piedra, que tengo que hablarte”. Y Peralta se sentó. “Nosotros -dijo el mocito con una calma y una cosa allá muy preciosa- no somos tales peregrinos; no lo creás. Este -y señaló al viejo- es Pedro mi discípulo, el que maneja las llaves del cielo; y yo soy Jesús de Nazareno. No hemos venido a la tierra más que a probarte, y en verdád te digo, Peralta, que te luciste en la prueba. Otro que no fuera tan cristiano como vos, se guarda las onzas y si había quedao muy orondo. Voy a premiarte: los dineros son tuyos: llévatelos; y voy a darte de encima los cinco deseos que me querrás pedir. 


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